El beso

Aquella noche de invierno me desperté sobresaltada. Un pensamiento horrible me invadía. Aquella voz que oía en mi cabeza no paraba de repetirme, una y otra vez, que tenía que buscar una víctima. Me sentía dividida en dos; la voz endemoniada por un lado, y la conciencia que intentaba frenar esa voz profunda, que cada vez se aceleraba más y más. Hubiese hecho cualquier cosa para detenerla. Pensé en gritar con todas mis fuerzas pero sería inútil. En aquel siniestro y desierto lugar no vivía nadie y el vecino más cercano vivía a trece kilómetros.
¡Basta, no puedo más, tengo que hacer algo! Me levanté poseída por la voz y empecé a vestirme. Busqué en el armario el vestido negro, los zapatos de tacón y el velo de seda negra, que usé en la última fiesta de disfraces. ¡Ahora sí! era la dama negra. No necesitaba ningún arma. Mi arma era yo y mis pensamientos destructivos. Solo me faltaba la víctima.
En la puerta me esperaba el chofer subido en el carruaje fúnebre. Los seis caballos negros relinchaban sin parar. Estos animales tienen un sexto sentido para estas cosas. Eran las tres de la madrugada y el frío helado se me calaba en los huesos como si me estuviesen clavando miles de agujas.

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