Laberinto

Inspirado en El jardín de los senderos que se bifurcan, de Borges



El apetito casi saciado y tiempo por delante antes del encuentro. Las manos del maestro le abren el libro de los manjares que determinarán aquella tarde.

Dulce leche, dulce crema, pura sensualidad. Nata y queso, recostados en una cama de galleta, coronados por un velo de arándanos almibarados, se funden en un abrazo infinito.
La imagina esponjosa y suave, pero vestida de blanco y morado se resquebraja al paso del tenedor insolente que intenta ultrajarla. En la boca, le invade los sentidos, que le acercan a la época en que la leche era algo cotidiano.

Sus ojos le obligan a pararse en otra tentación.
A la vista le encanta tenerla delante. Sobre las líneas rectas de hojaldre descansan finas láminas curvas de la fruta más ligera, la fruta pecadora, disimuladas por transparente gelatina.
Bajo el cuchillo, su aspecto tostado augura el crujido de las capas pegajosas.
La piensa gustosa y dulce, pues la fruta, antes insípida, se transforma en oro comestible; se excita, se abre de piernas ante su enemigo, el fuego.

De un color famoso por su dulzura, se fija ahora en un postre que le despierta de su ensueño. Golosa fundición por dentro, crujiente voluptuosidad por fuera. Hecho de cacao, salpicado de nueces.
Caliente, se convierte en un paraíso negro que le deja sin sentido al someterlo a la autoridad implacable del blanco helado de vainilla.
Acompañado por su contrario y cómplice, le seduce con un sucio baile que cautiva los sabores experimentados.

Tomada estaba la decisión, no se pudo zafar de ella. Fue un encuentro delicioso. Sus poros no dejaron de recordarle el placer que reflejaba su paladar.

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