La luz no deja huellas en la nieve

Anochece. El camino por el que anda el coche entra en un bosque de árboles sin hojas; a un lado, una pequeña colina se pierde en la oscuridad, al otro, el coche dibuja lo que seguramente es un lago congelado. A nuestro alrededor, una capa de nieve recién caída nos muestra el camino y los altibajos del paisaje. Es precioso, me siento como si estuviera dentro de una postal. Lo más importante es que estoy con él.

Entramos en una cabaña de madera a juego con el paisaje. De repente, me doy cuenta de que no estamos solos. Una noche romántica se convierte en una velada entre amigos.

El alcohol no llega a reposar más de media hora en los vasos y la cocaína es la invitada de la noche.

¿Jugamos al juego de la verdad? Cada beso, un morreo; cada verdad, un deseo y cada atrevimiento, un polvo. Si fallas alguna prueba te quitas una prenda, así de fácil.

Pronto, el juego se transforma en orgía y yo ahí en ese espectáculo. Participo de todo pero lo único que quiero es estar con él, sola con él. Entretenido en unas piernas que nunca le gustaron, él ni siquiera me mira.

En el momento en que los excesos empiezan a cansar, se van formando parejas extrañas e inesperadas, fruto de la locura de la noche. Me siento sola.

Quiero gritar y casi lo consigo. Salgo de la cabaña, me intento mezclar con el paisaje y espero al amanecer. Dolor, temor, tristeza y rabia. Cuando llega, con el sol en la cara, por fin sé que, como dice el poeta, la luz no deja huellas en la nieve.

1 comentarios:

Daniel Cañero dijo...

Genial historia condensada en pocas, pero impactantes palabras.